Por Walter Graziano - Cuando en la Argentina hablamos de
renegociación de la deuda pública nos puede parecer que estamos repitiendo
una vieja letanía. En períodos que a veces son cada diez años y otros cada
quince, el país cae en la imposibilidad de honrar sus compromisos tras períodos
de muy rápido crecimiento de la deuda que un “generoso” período de
endeudamiento previo le provocó. Sin embargo, aunque parezca que estamos
tropezando mil veces con la misma piedra, en realidad estamos tropezando -de
eso no hay duda- mil veces pero… con piedras diferentes. A decir verdad, muy
diferentes.
Para entenderlo comparemos por ejemplo los tres grandes “defaults”
incurridos por Argentina en los últimos 40 años. Ellos fueron, en primer
lugar el de 1982, tras la decisión de México de suspender
los pagos de su deuda. En segundo lugar el recordado “default” de
fines de 2001 provocado por las alocadas políticas asumidas hacia el
fin de la convertibilidad; y en tercer término, esta lamentable situación
en la que el gobierno de Macri ha sumido a la Argentina por la cual en 2019 se
comienza por “reperfilar” deuda flotante que ahora se cae en la obligación de
renegociar junto al resto del stock de deuda pública que, obviamente, no se
puede pagar en los términos inicialmente pactados de vencimientos en poco más
de un quinquenio. Veamos similitudes y diferencias entre esos tres dramáticos
procesos:
Pues bien, la crisis de la deuda de 1982 abarcó a una gran serie de países
latinoamericanos que incluyó a México, Brasil y Argentina. La crisis se
desató como consecuencia de las altísimas tasas de interés que Paul Volcker
imprimió al dólar cuando comandó la Reserva Federal. Estados Unidos estaba
inmerso en un proceso inflacionario severo hacia la presidencia de Jimmy
Carter, lo que llevó a Volcker a colocar las tasas por encima del 15 % anual.
Las “supertasas” duraron varios años, dado que la Reserva Federal no se
dio por satisfecha con que la inflación comenzara a mostrar señales de ceder
sino que se decidió por ir a fondo y erradicar completamente el alza de
precios, proceso que duraría varios años, incluidos los primeros del gobierno
de Ronald Reagan quien a la postre despediría a Volcker.
Lo dramático para los países latinoamericanos es que habían amasado
enormes deudas en dólares como consecuencia de las generalizadas políticas
económicas de los mismos, los que, en forma concertada tomaban grandes deudas
en dólares para financiar sus déficits fiscales. Esos préstamos a Latinoamérica
fueron dados por una gran multiplicidad de bancos, sobre todo
norteamericanos, que vieron durante fines de los años 70 aumentar enormemente
sus depósitos, sobre todo provenientes de países petroleros que usufructuaban
así las mieles de las dos abruptas subas del petróleo de aquellos años. El
proceso llevaba dentro de sí mismo el propio germen de su destrucción: la
suba del petróleo generaba inflación, la inflación hacía subir las tasas, y con
eso las posibilidades de repago de las deudas disminuían abruptamente.
Los grandes bancos no advirtieron -o no quisieron advertir- que
estaban generando un mecanismo altamente inestable en el que ellos mismos
eran el jamón de un sándwich venenoso. Sólo cuando México comenzó una serie
de “defaults” encadenados los bancos de Wall Street y Londres
comprendieron el grave error en el que se habían metido, dado que ellos eran
los intermediarios, y por lo tanto ante los depositantes ellos eran los
responsables. Y fue porque los acreedores eran los grandes bancos que la
solución al problema fue promovida por la propia secretaría del Tesoro norteamericana
con el recordado Plan Brady por medio del cual las naciones
latinoamericanas iban reestructurando, una a una sus deudas, con quitas que a
veces llegaban al 35%. Los bancos tuvieron que asumir graves pérdidas y, al
revés de algunas naciones latinoamericanas -la Argentina, por caso- aprendieron
del error: nunca más amasaron grandes cantidades de papeles de deuda
latinoamericanos por más que eso representara una fácil y rápida forma de
canalizar fondos sobrantes. El episodio de la crisis de deuda
latinoamericana de los años 80 provocó profundos cambios en la estructura de
Wall Street y la City de Londres, por medio de los cuales la importancia de los
bancos como canalizadores de fondos líquidos a acciones y bonos soberanos y
corporativos empezó a ceder frente al nacimiento y auge de diferentes tipos de
fondos comunes de inversión.
La crisis de deuda argentina de 2001 tomó este proceso a medio camino. No
había cambiado por entonces a pleno la estructura de Wall Street. No había una
clara preeminencia de fondos de inversión sobre bancos. Y eso hizo que la
reestructuración de la deuda de 2005 fuera un verdadero dolor de cabeza. Es
fácil entrever por qué: miles y miles de diferentes acreedores distribuidos por
todo el planeta, desde fondos comunes de inversión gigantescos, pasando por
bancos hasta inversores individuales. Un verdadero dolor de cabeza solo
suavizado por el hecho de que una buena parte de la deuda estaba en manos de
algunas propias organizaciones del Estado. Fue gracias a eso que se logró una
aceptación del canje de títulos de deuda del orden del 65% inicialmente, lo que
hubiera significado un desastre si no se hubiera reabierto el canje en 2010
para llegar así a una aceptación de más del 93% de los tenedores. Lo cierto es
que todo el procedimiento fue una pesadilla causada por la gran atomización en
la tenencia de los papeles de deuda. En este canje de papeles de deuda
acaecido tras el “default” de 2001 se llegó a añorar la presencia de la
Secretaría del Tesoro norteamericana de la era Brady para convencer a los
acreedores más díscolos. ¿Ocurrirá lo mismo ahora? ¿Extrañaremos nuevamente a
Brady?
En este canje de títulos de deuda que tiene lugar en 2020 las cosas son
diferentes: Wall Street consolidó su cambio estructural siendo los grandes
fondos comunes de inversión -Black Rock, PIMCO y Templeton, por caso- los
verdaderos “patrones de la vereda”, al punto de que ya no importa tanto cuántos
papeles de deuda argentina tienen o dejan de tener, sino cuántos pueden llegar
a tener si quieren contribuir al éxito del canje a cambio de un buen beneficio.
Veamos por qué: Templeton, por ejemplo, maneja activos por valor de
u$s700.000 millones, o sea, tiene liquidez por valor de dos PBI argentinos. Si
la cifra puede parecer enorme, aguarde el lector a saber cuál es la cantidad de
activos líquidos que maneja PIMCO. Pues bien, nada menos que 2 trillones
de dólares, o sea, el triple que Templeton y prácticamente el valor
de 6 PBI de la Argentina. ¿Cifra monumental? Un momento: Black Rock maneja
activos líquidos por valor de 7 trillones de dólares. Vale decir, más de tres
veces PIMCO. En buen romance, entre los tres manejan fondos por valor de
la friolera de… ¡30 PBI de la Argentina! ¡Sí, 30 PBI de la Argentina!. El
lector ya comprende seguramente por qué no tiene demasiada importancia cuántos
bonos argentinos pueden tener o dejar de tener hoy por hoy estos tres grandes
fondos comunes de inversión. Bastaría ganarse la buena voluntad de un par de
ellos, o incluso solo de Black Rock para que el canje de títulos de
deuda termine siendo un éxito, sobre todo si se tiene en cuenta que buena parte
de la deuda argentina está en manos de entes estatales que van a aceptar el
canje, por lo que se necesita solo una ayuda limitada.
Y hay algo más que también cae como corolario de esta particular
estructura de entidades de inversión de Wall Street: hoy es mucho más
importante tener el “pulgar para arriba” de estos fondos de inversión que el
del propio FMI, al cual estos fondos de inversión no prestan demasiada
atención. Además la deuda con el FMI solo empieza a vencer en la segunda parte
de 2021 por lo que bien se le puede ofertar dentro de más de un año una
renegociación de su stand-by basado en un éxito previo en la renegociación de
la deuda, cosa que al FMI se le dificultaría rehusar.
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