Por Guillermo Oliveto - La cultura de consumo en la que habitamos está diluyendo
dramáticamente la noción de verdad. Es un problema creciente para las marcas y
para la política, que deben construir credibilidad en un terreno fangoso. No
hablamos ya de la verdad absoluta -su desaparición ocurrió hace más de medio
siglo-, sino de alguna verdad, tan siquiera relativa y coyuntural. Ante el
suceso del film Los dos papas, la BBC News Mundo publicó un artículo en el que
despertaba la curiosidad con un interrogante: "¿Qué es real y qué es
ficción en el nuevo éxito de Netflix?".
La pregunta trasciende el cine, las series y los documentales e
interpela la época: qué es verdad y qué no en todo lo que vemos, oímos y
suponemos que sabemos.
El contrapunto más interesante del artículo se produce cuando sus
autores entran "en debate" con Fernando Meirelles, el director del
film "basado en hechos reales".
Yendo y viniendo entre verdad y ficción, dicen: "No hay información
pública que apunte a que Ratzinger se hubiese reunido en la Capilla Sixtina
para compartir sus planes de renuncia con el cardenal argentino. Mucho menos
que hayan tenido lugar las conversaciones entre ambos sobre la crisis de fe,
los problemas para escuchar la voz de Dios o el atracón de pizza y Fanta que se
dan en la Capilla de las Lágrimas".
Meirelles replicó que "los diálogos de la película, si bien forman
parte de la ficción, están basados en la realidad. Todo el diálogo, todo esto
está tomado de discursos o entrevistas o de sus escritos [de los dos papas]
(...) Lo que dicen en la película es lo que dijeron en algún momento de sus
vidas", contó el director al diario USA Today.
Cuando gracias a la tecnología todo puede ser "un truco",
¿bajo qué parámetros se define y se organiza "la realidad"? Si muchas
de las escenas más memorables de la película no fueron exactamente así, pero
podrían haberlo sido, lo que se muestra ¿fue real o no? Después de que el
propio Netflix enseñó masivamente a la audiencia global sobre el derecho y el
revés de la trama del poder con series como Marsella, The Boss, House of
Cards o The Crown, se
incrementó el sesgo conspirativo y paranoide natural del ser humano.
Algo que las redes sociales potencian día a día. Que no exista
constancia de la reunión entre Bergoglio y Ratzinger en la residencia de verano
de Castel Gandolfo ¿transforma este hecho en falso o, por el contrario, hace
presumir su veracidad?
En la actual "sociedad de consumidores" los políticos
comunican como marcas, las marcas actúan como políticos y los ciudadanos votan
como consumidores.
En ese triángulo donde fluye el poder, las fronteras entre propaganda y
publicidad se vuelven porosas. En simultáneo, las cámaras de eco que construyen
las redes sociales refuerzan los prejuicios y las ideas preexistentes. Atrapada
entre estas fuerzas múltiples, la "realidad" pasa a ser un preciado
objeto de disputa permanente.
Habiendo asumido una dimensión "política", las marcas entraron
a jugar un juego que tiene otras reglas. Un video, una foto o un posteo puede
hacer mucho daño en el tiempo que transcurre entre su exposición y el veredicto
sobre su autenticidad. Si la lógica que está logrando imponer Instagram es la
de lo "instantáneo" a través de sus " stories" (contenido que se sube y desaparece en 24
horas), la tarea promete ser titánica.
Paradójicamente, en lo que se dio en llamar "la era de la
transparencia", la opacidad gana cada vez más terreno. Y, por si fuera
poco, además la crítica se volvió " cool" como un
nuevo modo de captar la abrumada y desgastada atención. Hoy goza de prestigio
el arte del desprestigio. Otro problema para todos.
Un buen ejemplo es lo que sucedió en la 77a entrega de los Premios Globo
de Oro, el domingo 5 de este mes. Aunque celebrado por muchos en Twitter, el
discurso de apertura que dio el humorista británico Ricky Gervais también
generó un previsible disgusto en otros tantos, abriendo una enésima
"grieta" de las que todos los días nacen con cada hashtag. Yendo bastante más allá de la tradicional
sutileza que tiene el humor inglés, logró incomodar a propios y extraños.
La mueca de disgusto bien real de Tom Hanks no tuvo desperdicio, al
igual que los actuados aplausos de ocasión de la mayoría de los actores que
toleraron estoicos una diatriba bien propia de las redes, pero impropia de una
fiesta de celebración y reconocimiento. Les dijo en la cara, entre tantas otras
cosas, "a nadie más le importan las películas como antes, nadie va al
cine, nadie mira la TV, todos están viendo Netflix. Este show debería tratarse
de mí diciendo: bien hecho Netflix, has ganado. Pero todos fingiremos por tres
horas. Ustedes podrán ser políticamente correctos, pero las compañías para las
que trabajan no lo son, y si Estado Islámico lanzara una plataforma de streaming ustedes ya estarían llamando a su
representante".
En ese párrafo increíblemente castigó, entre otras, a una de las marcas
más amadas del mundo que acaba de entrar al negocio del streaming: Apple. El estupor de su CEO, Tim Cook, que
estaba en la sala, fue memorable. Si los actores, que ya para ese entonces no
sabían ni como sentarse ni para donde mirar, pensaban que era suficiente, pues
bien, no lo era. "Si llegan a ganar un premio esta noche no lo usen como
plataforma para dar un discurso político. Ustedes no están en posición de
decirle nada al público, ustedes no saben nada acerca del mundo real". Con
esas ácidas palabras concluyó.
¿Fue en chiste o fue en serio? ¿Lo dijo de "verdad" o solo fue
una ironía de forzada gracia? ¿Importa? Con el hecho de que nos lo hayamos
preguntado, el daño ya estaba hecho. En un mismo discurso, salieron dañados
Amazon, Apple, Disney y todo Hollywood en su "casa" y en su
"cara".
Consultado por Ernesto Martelli para su última columna publicada
en LA NACION, Kevin Kelly, tecnólogo y fundador de la revista
Wired, dijo: "Creo que cuando no podemos ponernos de acuerdo ni siquiera
con los hechos que sucedieron, tal como sucedieron, estamos mostrando nuestras
limitaciones como especie".
Cuando una plataforma como Netflix, que ya tiene más de 150 millones de
suscriptores en todo el mundo, es además una de las que más contenido produce,
su nivel de influencia rompe los estándares conocidos porque su capilaridad es
superior a la de la gran mayoría de los medios. Si además lo hace generando
formatos "basados en hechos reales" -ya sea películas, series o los
tan debatidos documentales-, donde se entrecruzan sin poder distinguirse
claramente la realidad y la ficción y además lo hace en un formato tan
atractivo para la época como el entretenimiento audiovisual, su capacidad de
construir sentido impactando en la noción de verdad es muy alto. Sumémosle a
eso la potenciación viral de las redes y tenemos el cóctel perfecto para dudar
de todo.
En su libro Historia reciente de la verdad,
publicado en 2018, el pensador uruguayo Roberto Blatt, filósofo, escritor,
traductor y consultor en medios de comunicación que se dedicó durante 20 años a
estudiar la verdad absoluta desde el punto de vista de las tres religiones
monoteístas, nos alerta diciendo que "en un futuro inmediato, entre dioses
revanchistas y robots indiferentes, sería prudente que los seres humanos
restableciéramos unos principios realistas básicos compartidos acerca de la
"verdad" con vistas a conservar la capacidad de toma de decisiones
racionales, antes de delegarlas, voluntaria o involuntariamente, quizá sin
retorno, a iluminados oscurantistas o a la inteligencia artificial".
Por supuesto sería una banalidad y -valga la redundancia- una falsedad
suponer que a partir de ahora, tensionados entre algoritmos y terraplanistas
variopintos, todo puede ser mentira y nada será verdad. Lo que no resulta nada
banal es que, tanto para las marcas como para la política, lo complejo será poder
distinguir lo uno de lo otro en medio del ruido, la confusión y el espectáculo.
La construcción de confianza tendrá que ser muy sólida para poder
tolerar los previsibles temblores que traerá indefectiblemente el tiempo por
venir.
|