Por
Guillermo Oliveto - La Argentina ha vuelto, al menos por ahora, a la
normalidad. Oculta detrás del drama de la pandemia y de la opacidad de la
cuarentena, regresa nítida, entreverada y apremiante, la realidad. En su libro
El lado oscuro de la econometría, Walter Sosa Escudero desarrolla uno de esos
conceptos que iluminan los análisis más arduos: “Todo buen paper empírico
debería poder resumirse en un solo número”. El padre de la idea es el
economista norteamericano Orley Ashenfelter. Si hubiera que elegir ese número
para explicar la complejidad que tenemos por delante, sería 10. La economía
crecerá este año cerca del 10%. En simultáneo, las ventas de productos básicos
como harina, azúcar, aceite, arroz, fideos y latas de tomates, cayó en los
primeros 9 meses de 2021 un 10%, según la auditoría de mercado de Scentia.
¿Cómo se explican esos dos datos en apariencia tan contradictorios?
La
primera lectura de trazo grueso es simple. Aun con esa vigorosa recuperación, el
producto bruto interno (PBI) de nuestro país vuelve apenas a 2019. Si hilamos
un poco más profundo, la caída y la recuperación no fueron homogéneas. Todo lo
contrario. El impacto del cierre fue extremadamente heterogéneo. Hay sectores
que todavía están muy golpeados. Por otro lado, lo que se perdió en el camino
para sobrevivir y poder llegar hasta acá no se recupera tan fácil. La
destrucción de capital fue violenta. Al operar bajo la lógica de la
supervivencia, no hay espacio fáctico ni simbólico para optimizar las
decisiones. Se hace lo que se puede, se toma lo que hay. El mañana no existe,
la vida se vuelve puro presente.
Poniéndolo
en términos prácticos, quien tuvo que vender dólares ahorrados durante años a
$80 o $100 al comienzo del confinamiento, no necesariamente hoy puede volver a
comprarlos a $200. Aquel que se desprendió de un inmueble al precio que pudo en
un mercado paralizado o el que “remató” su auto necesitan hoy juntar muchos más
pesos para transformarlos en dólares y recuperar esos bienes. Para peor, en
algunos casos, como el de los autos, la escasez de oferta –por la falta de
divisas– hace que los valores hayan subido ya no en pesos, lo cual es obvio,
sino en dólares. Los que tomaron deuda, aun a tasas bajas, ahora deben
pagarlas. La situación es todavía más delicada para quien padeció la dolorosa
situación de tener que cerrar un comercio o una empresa o entre aquellos que
perdieron el empleo.
Volver
al punto de inicio macroeconómico es, sin dudas, una buena noticia. Suponer por
ello que “ya está”, que “acá no pasó nada”, que “ya lo arreglamos” implica
subestimar el impacto del que fue uno de los procesos más tortuosos y
angustiantes de la historia económica y social de nuestro país sobre la
microeconomía, que es la economía que viven y comprenden la mayor parte de los
ciudadanos.
Las
personas y los negocios están preparados para los vaivenes, la incertidumbre y
los cambios en las reglas de juego. No había manual ni estrategia que
contemplara “facturación cero” durante tantos meses.
Los más perjudicados
En
nuestro último relevamiento cualitativo del humor social, realizado entre el 19
y el 25 de octubre, nos encontramos con un panorama muy delicado en los
sectores que más sufrieron ese agujero negro que significó “la vida sin calle”.
Se trata de la clase media baja (28% de las familias) y la clase baja no pobre
(19% de las familias).
A
un mes de haberse concretado, la apertura total era bien recibida, pero poco
disfrutada. El “efecto años locos” que veníamos previendo para el final de la
pandemia y que, al igual que todo lo vinculado al virus, es global y atraviesa
culturas, geografías e idiomas, se está dando. El punto es que, por la
restricción de un poder adquisitivo que se licúa frente a una inflación que a
los ojos de los consumidores luce “desmadrada”, no son tantos los que pueden
ingresar a “la fiesta”. Al menos por ahora.
La
clase alta (5% de las familias) y la clase media alta (17% de las familias), en
mayor o menor medida, ya se subieron a la ola sanadora del disfrute. No las
hace olvidar lo que ocurrió, pero se perEs miten comenzar a cerrar las heridas.
Para ellos, después de tanto malestar el bienestar no tiene precio. Son los que
han vuelto a viajar, llenar restaurantes, bares y recitales y están
reconstruyendo la noche. Sus ansias de reparación permiten proyectar un verano
histórico.
Aun
asumiendo que algunos integrantes de la clase media baja pudieran sumarse a ese
grupo, muy difícilmente podamos estar hablando más allá del 30% de las familias
argentinas.
Para
el resto, el encuentro con la realidad es frustrante. Ahora que pueden,
perciben con claridad que no pueden. O al menos que no pueden ni todo lo que
podían ni todo lo quieren.
Si
a los dos grupos más afectados por la conjunción de pandemia cuarentena
–clase media baja y clase baja no pobre– les sumamos los hogares por debajo de
la línea de la pobreza, estamos hablando, como mínimo, del 70% de los argentinos.
Para
ellos, la preocupación cotidiana continúa estando circunscripta al ámbito
hogareño. Más allá de lo que ocurra “afuera”, los problemas siguen estando
“adentro”. Sienten y expresan que cuesta mucho conseguir el dinero y cuando lo
tienen en la mano “la plata no vale nada”. Su día a día pasa por lo más básico,
por “la comida”. Productos como el queso, el yogur y la carne vacuna, entre
otros, se han transformado en excepciones de carácter lujoso.
Las
estadísticas del Ipcva (Instituto de Promoción de la Carne Vacuna) lo
confirman. Hoy se consumen en el país 47 kilos de carne de vaca por habitante
por año. Un 6% menos que el año pasado, un 18% menos que en 2018 y un 32% menos
que en 2008. el registro más bajo de la historia.
Es
por ello que, frente a la salida, ahora hablan de un encierro que continúa, ya
no por imposición, sino por restricción. Expresan haber pasado de la cuarentena
por la pandemia a una cuarentena económica.
Mirada estructural
Por
la restricción de un poder adquisitivo que se licúa frente a la inflación, no
son tantos los que pueden ingresar a “la fiesta”. Al menos por ahora
Si
tomamos distancia de la coyuntura y miramos con un poco más de perspectiva
podemos comprender mejor lo que ocurre. Entre 2012 y 2021, aún recuperando 10%
este año, la economía cayó 5% punta a punta. Después de una década, la torta es
más chica. Si la hacemos por habitante, el número es obviamente peor, dado que
la población crece 1% por año. La caída da 14% en 10 años.
En
simultáneo, durante el mismo período la inflación fue del 2300% acumulado y el
mercado de consumo masivo –alimentos, bebidas, cosmética y limpieza– se
contrajo 13%.
Si
nos abocamos al desafiante ejercicio de mirar hacia adelante, los pronósticos
no son demasiado alentadores. El grueso de los economistas argentinos proyecta
una inflación cercana al 50% para 2022 y un crecimiento del 2%, de acuerdo con
el Relevamiento de Expectativas de Mercado (REM) que publicó el Banco Central
en octubre. No se avizora ningún oasis en el horizonte cercano. El camino para
salir de la actual situación será arduo y trabajoso. La gente lo sabe.
Cuando
se mira en profundidad y se desentraña lo que está detrás de los datos, todo
aquello que lucía contradictorio comienza a tener sentido. Volvió la realidad.
La situación es delicada.ß
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