Por
Carlos Pagni - Alberto Fernández y Martín Guzmán están intentando, con bastante
éxito, inducir a una gran tergiversación. Quieren hacer creer que su verdadero
desafío es alcanzar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. Explican
esa dificultad con argumentos deshilvanados, en los que se combinan
supersticiones geopolíticas con fetiches ideológicos.
Esa
narrativa es la pantalla detrás de la cual aspiran a ocultar su verdadero
problema: carecen de un programa para estabilizar la economía y evitar un mayor
deterioro en la calidad de vida de los ciudadanos.
Para
sembrar esa confusión, ellos cuentan con el inestimable auxilio de la
conducción de Juntos por el Cambio, un cuerpo invertebrado que, a falta de un
programa común, prefiere enredarse en discusiones sobre el protocolo que debe
regir su relación con el Gobierno. Es un debate estéril, pero conveniente. La
oposición que surgió victoriosa de las urnas también necesita disimular la
carencia de una propuesta para sacar al país de una crisis que se inició en
2018 y todavía no ha terminado.
Al
hablar la semana pasada frente a los gobernadores del oficialismo, Guzmán aportó
una novedad: si se consideran los datos que están a la vista, lo más probable
es que no se alcance un acuerdo con el Fondo. Ese es el estado de la cuestión
en este momento. Saberlo permite releer todo lo que se ha dicho en los últimos
quince meses en clave de “sarasa”. Desde las “conversaciones constructivas” y
los “intercambios productivos” hasta la noticia de que el entendimiento ya
estaba cerrado, comunicada por el Presidente en una entrevista radial el 3 de
octubre último.
Guzmán
recorrió el camino inverso, al revelar que hay coincidencias con el Fondo en
muchos campos, menos en el fiscal. Es como decir que no hay acuerdo alguno.
Hasta los profesionales más heterodoxos admiten que el desequilibrio de las
cuentas públicas está en la raíz del desbarajuste económico, sobre todo porque
se financia con un tsunami de emisión. Para ponerlo en términos muy groseros:
el Tesoro registra un déficit de 3 puntos del PBI. Si se tiene en cuenta que en
2022 no habrá un nuevo impuesto a la riqueza; que la sequía puede tener impacto
sobre la recaudación por retenciones, y que, si las tarifas no acompañan a la
inflación, habrá un aumento en los subsidios en términos reales, es posible que
ese déficit pase a 5 puntos del PBI. La pretensión del Fondo es pasar de esos 5
puntos de este año, a 0 en 2025. En 2023 habría que reducir el rojo, por lo
menos, a la mitad, y en 2024 llevarlo a 1%.
Además
de la exigencia de este ajuste, para Guzmán aparece otro problema que tiene un
sesgo personal. Él está orgullosísimo del modo en que negoció la deuda con los
tenedores de títulos en dólares. Pero dada la catastrófica performance de los
bonos que emitió, que se reflejó ayer en una tasa de riesgo de 1833 puntos
básicos, va a ser muy difícil que el Fondo convalide su fantasía. Un eventual acuerdo
incluiría un dictamen sobre la sustentabilidad de la deuda. Y lo más probable
es que ese dictamen diga que es “sustentable, pero sin alta probabilidad”. Para
Guzmán sería un revés político, pero, sobre todo, académico: él soñó con
calzarse la corona de quien había revolucionado el modo de reestructurar deudas
soberanas. Habrá que cambiar de sueño. O de tema.
Para
ocultar la inflexibilidad de las matemáticas, el ministro alega un problema
“geopolítico”. Se refiere a la resistencia de los Estados Unidos a avalar un
programa que, con la excusa de garantizar el nivel de actividad económica,
renuncie a reducir el déficit y, por lo tanto, la caudalosa emisión monetaria.
En la Secretaría del Tesoro, donde reina Janet Yellen, esperan que Guzmán
presente una estrategia destinada, en último término, a reducir la inflación.
Yellen delegó el tratamiento del caso argentino en su principal asesor, David
Lipton. Es quien, en 2018, cuando era funcionario del Fondo, diseñó el programa
adoptado por Mauricio Macri. Esta es la razón por la cual Estados Unidos no
avaló el dictamen crítico que elaboró el noruego Odd Per Brekk y que se publicó
el 22 de diciembre pasado.
El
otro que espera que Guzmán presente un plan preciso, igual que Lipton, es el
responsable técnico del acuerdo: Ilan Goldfajn, nuevo director del Departamento
del Hemisferio Occidental del Fondo. Goldfajn es un destacado economista
brasileño, que fue presidente del Banco Central de su país durante el gobierno
de Michel Temer. Antes, con Fernando Henrique Cardoso, había colaborado con
Arminio Fraga en la conducción de esa entidad. No hace falta hablar con
Goldfajn para entender su lógica: jamás avalará un programa inconsistente,
inspirado en enigmáticas razones “geopolíticas”. Es decir, jamás permitirá que
su prestigiosa firma quede chamuscada en el incendio de un plan que, para él,
carezca de calidad científica.
La
situación de Guzmán tiene algunos rasgos de comicidad, sino fuera por el drama
que le toca despejar. Él está de guantes y pantalones cortos, con las cejas
engrasadas, subido al ring. Hace fintas, juego de piernas, y tira swings y
uppercuts al aire. Pero pelea solo. En un borde del cuadrilátero están, quietos
y de brazos cruzados, Lipton y Goldfajn, esperando que se decida a hablar en
serio.
Guzmán
prepara los argumentos que, llegado el caso, le permitan explicar que quería
llega a un entendimiento, pero que el Fondo y, sobre todo, los Estados Unidos
lo impidieron. Si se lee esta experiencia a la luz del exitoso libro de Juan
Carlos Torre sobre la economía de Alfonsín, Guzmán se autopercibe como
Sourrouille, pero es un Grinspun. Eso sí, de buenos modales. Lo es al menos por
ahora. Porque nunca hay que olvidar su autoflagelación frente a los bonistas
privados: publicó una propuesta inicial para que se advierta después cómo fue
cediendo. No una, sino tres veces. Así y todo, alcanzó un arreglo mucho más
ventajoso que el que, con una retórica mucho más incendiaria, firmó Axel
Kicillof en la provincia de Buenos Aires.
Hay
un detalle que obliga a pensar si no se repetirá la misma trayectoria
concesiva. A la negociación con el Fondo le salió un padrino que ya había
defendido la que terminó siendo una dócil subordinación a los bonistas: Joseph
Stiglitz. El profesor de Columbia y mentor de Guzmán publicó el lunes de esta
semana, en Project Syndicate, un artículo en el que, dirigiéndose al Fondo,
reclama que no se aplique una política de austeridad con la Argentina. Hacerlo
sería, para él, arruinar el “milagro” que viene protagonizando Alberto
Fernández en el terreno económico. Ese “milagro” sería, hay que suponer, que el
PBI cayó 12 puntos para rebotar 10, con una inflación que alcanza el 50% a
pesar del atraso tarifario y el control del tipo de cambio, y con una emisión
equivalente a 5 puntos del producto. También fue “milagroso” que el precio de
la soja volara, el país consiguiera 4335 millones de dólares en derechos
especiales de giro del Fondo, se registrara un récord de exportaciones y aun
así el aumento de reservas monetarias haya sido igual a cero.
Stiglitz
obtuvo el Premio Nobel por sus estudios sobre las distorsiones que introducen
en el mercado, sobre todo en el laboral, las asimetrías de información. No por
esas veleidades de macroeconomista que, por el momento, ni él parece tomar
demasiado en serio. Por ejemplo, en octubre de 2007, después de reunirse con el
dictador, bendijo el programa económico de Hugo Chávez. Pero en febrero de 2020
aclaró que esos elogios estaban referidos a los anuncios de Chávez, no a su
puesta en práctica, que fue un fracaso. En 2010, de visita en Buenos Aires,
aplaudió la gestión de Cristina Kirchner y Amado Boudou, sin darse cuenta, al
parecer, de que ya hacía dos años que el Indec estaba intervenido por Guillermo
Moreno. En el caso argentino, como recordó ayer Juan Llach en su cuenta de
Twitter, ese fervor era sospechoso: la Presidenta lo tenía rentado.
Es
muy posible que para Stiglitz las peculiaridades de la economía que administra
su ayudante Guzmán sean extravagancias folclóricas, encantos de la periferia.
Él está usando a la Argentina para discutir con sus colegas de los Estados
Unidos. El 9 de noviembre pasado, en el mismo portal, había reclamado que
Jerome Powell no fuera confirmado como presidente de la Reserva Federal, cargo
al que había accedido por iniciativa de Donald Trump. El reproche central de
Stiglitz es que Powell defendería la estabilidad, es decir, la lucha contra la
inflación, por encima del crecimiento. Powell fue ratificado por Joe Biden y
por el Senado. En su presentación, sostuvo que “el pleno empleo y la inflación
deben ser objetivos equivalentes. Aunque hay circunstancias en las que uno
predomina sobre el otro. Ahora le toca a la inflación y, por lo tanto, habrá
que mantener la suba de tasas por más tiempo”. Es al Powell que realizó estas
declaraciones a quien, en última instancia, Stiglitz pide que imite el
“milagro” de Alberto Fernández.
A
pesar de que él enfrenta una inflación del 50%, cuando la que preocupa a Powell
es del 7%, Guzmán se escuda en las ideas de su maestro para interpretar que sus
diferencias con el Fondo, y con la Secretaría del Tesoro, son “geopolíticas”.
Si este es el problema, tal vez sea todavía más difícil que se entiendan.
Mientras espera la comprensión de la Casa Blanca y de Yellen, Alberto Fernández
lanza un ataque bolivariano sobre la Corte Suprema. Y su embajador en Managua
no solo asiste a la reasunción del tirano Daniel Ortega, sino que lo hace en
presencia del iraní Mohsen Razai, uno de los acusados de haber perpetrado la
masacre de la AMIA. Razai es el Guzmán de Ebrahim Raisi, el presidente de Irán.
En
este contexto, Santiago Cafiero se prepara para entrevistarse, el martes
próximo, con Antony Blinken, el canciller de Biden. Tal vez se vea también con
Jake Sullivan, el consejero de Seguridad Nacional. Estos encuentros son
cruciales, porque se realizarán 15 días antes de que el Presidente viaje a
China para, es posible, entrevistarse con Xi Jinping en el marco de los Juegos
Olímpicos de Invierno. Para buena parte de la feligresía de Cristina Kirchner,
existe un plan B para una ruptura con el Fondo: el mesiánico salvataje chino,
que está siempre por llegar. Es una inofensiva amenaza que acaso irrite a los
Estados Unidos, pero, mucho más, moleste al segundo accionista del Fondo:
Japón.
Sería
una sorpresa, en especial para Fernández, que los chinos le recomienden
arreglar con el Fondo. Existen innumerables evidencias de que ellos pretenden
aumentar su gravitación en la arquitectura financiera internacional. La
suposición de que van a sacrificar ese objetivo para hacerse cargo de la crisis
argentina tiene un sesgo “galtieresco” que convendría revisar. Nada que
sorprenda: sobran evidencias de que en el tablero de ajedrez internacional
Alberto Fernández juega al ta-te-ti.
Para
comprender la dinámica más íntima de esta diplomacia financiera hay que tener
en cuenta un factor que, si no opera sobre la realidad, conduce las fantasías
persecutorias de protagonistas importantes de la escena. Cuando se miran las
negociaciones con pragmatismo, salta a la vista lo esencial: lo que se está discutiendo
con el Fondo es el pago de una deuda. Por lo tanto, el prestamista pone
condiciones al deudor para asegurarse su cumplimiento. Que esas condiciones
sean razonables o estén dominadas por prejuicios ideológicos es otro problema.
Ahora bien, si se descarta este punto de vista y se adopta el de la
“geopolítica”, como pretende Guzmán, la clave no está en la superficie. Es
decir, si a través del tira y afloja con el Fondo, Estados Unidos y las
potencias occidentales están tratando de disciplinar al gobierno peronista, el
eje de la disputa no pasa por las malas compañías de Fernández. Más claro: para
Washington, lo que molesta de Fernández no es que sea tolerante con Maduro o
que no condene a Ortega. Lo que molesta de Fernández es Cristina Kirchner. Esta
es la sospecha corrosiva de quienes temen un acuerdo con el Fondo alarmados por
pesadillas “geopolíticas”: que a Fernández le pidan, de un modo u otro, la
cabeza de su vice. Todo lo demás es, para esta concepción, anecdótico.
En
este marco se inscribe la estrategia del ultrakirchnerismo frente a la deuda.
Para entenderla conviene recordar la que adoptó la izquierda griega cuando
estaba también ante la encrucijada de un ajuste acordado con el Fondo. Yanis
Varoufakis visitó a “su Yellen”, el ministro de Finanzas alemán, para
explicarle que la democracia de su país rechazaba los recortes que pretendían
imponerle. Para demostrarlo, el presidente Alexis Tsipras convocó a un
plebiscito. Después debió igual apretar el torniquete, contra lo que votó el
pueblo. Varoufakis, su Grinspun, renunció. Todo ocurrió a comienzos de 2015,
cuando los griegos ovacionaban a Cristina Kirchner por su lucha contra los
“fondos buitres”. De aquellas afinidades quedó un registro inigualable: el
discurso que pronunció la vicepresidenta en Atenas durante su visita de 2017:
https://www.youtube.com/ watch?v=PUdBob6i6f4. Es revelador mirarlo ahora.
Alberto
Fernández y Guzmán pretenden seguir algo de esa lógica. Conseguir el aval
opositor para su alegato frente al Fondo. Es casi imposible que lo hagan. Pero,
en el afán por lograrlo, obtienen un beneficio secundario: dejar al desnudo la
dispersión de Juntos por el Cambio. Esa fuerza fue invitada a una reunión con
el ministro de Economía para el martes que viene. Será en el Congreso. Lo
consiguió Sergio Massa, acordando con su socio de Jujuy, Gerardo Morales. Es el
presidente de la UCR, a quien Fernández sueña con designar al frente de un
“Ministerio de la Oposición”. Horacio Rodríguez Larreta festeja este
oficialismo de Morales, que disimula su propia vocación por el acuerdo.
Mauricio Macri, en cambio, bloquea cualquier diálogo: “Es inútil hablar con
esta gente. Nos complicarán en su fracaso”. Sin embargo, la ruptura puede
llegar desde el lado de Elisa Carrió: astuta, como siempre, avala una aproximación
con el Gobierno. Pero exige que sea en conjunto con todos los bloques de la
oposición. “Si el acuerdo con el Fondo debe pasar por el Parlamento, ¿por qué
van a hablar solo con nosotros?”. Como quedó demostrado varias veces, la falta
de un plan que satisfaga las expectativas de la ciudadanía será compensada con
una radicalización. Es el triunfo de Macri, que, como Cristina Kirchner, lidera
desde el extremo.ß
La
oposición, que surgió victoriosa de las urnas, también necesita disimular la
carencia de una propuesta para sacar al país de una crisis que se inició en
2018
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